El poder de un detergente
2016-01-11 ¦ Bernardo Atxaga
Estaba de vacaciones en la zona media de Navarra, visitando lugares que no conocía o que no había vuelto a pisar desde la infancia. Pasé por Estella, por Torres del Río, por muchos pueblos más, y sentí en todos ellos, físicamente, como se siente un cambio de temperatura, la antigüedad de los edificios y de las calles que veía. Había una circunstancia que agudizaba mi sensibilidad: acababa de volver de una larga estancia en Estados Unidos, un país en el que los barrios históricos de las ciudades tienen poco más de un siglo y bastan cincuenta años para que una casa adquiera solera. El contraste era grande, del nivel que un americano habría calificado de dramatic. Imposible ignorarlo.
Fisgoneando en la tienda de un anticuario de Estella vi una banqueta rara. “¿Qué es?”, pregunté al dueño. “Un taca-taca de hace doscientos años”, respondió. Luego me mostró un arcón que tenía trescientos cincuenta, y una tinaja adornada con la estrella de David a la que se le calculaban setecientos. “Debió de pertenecer a una de las familias que expulsaron del pueblo allá por el siglo XIV –dijo–. Un predicador cristiano calentó las cascos a la gente y los judíos tuvieron que escapar por piernas”. Días más tarde, en Azuelo, el escritor José María Iturralde me llevó a ver la iglesia del pueblo: diez siglos, mil años. Luego fue el edificio de los templarios de Torres del Río, y el casco urbano de Ujué o Uxue, medieval hasta en los detalles más inefables: el humo de las chimeneas parecía del siglo X; el olor a carne asada, del XII; el incienso que perfumaba la iglesia de Santa María, de la época del rey que la mandó erigir, Carlos II. A medio kilómetro de la iglesia, más pasado, taza y media: los restos de un templo romano dedicado a Júpiter.
Las impresiones repetidas me empujaron a una regresión, y me vi de pronto transitando por el pasado, moviéndome por él como pez en el agua. Lo mismo oía, o creía oír, una nana sefardí, que el crepitar de las llamas que destruían una cosecha durante la llamada guerra civil navarra de 1451. Empecé a sentirme feliz. La excursión estaba resultando doble, y la parte metafísica me gustaba mucho.
Pero las ilusiones no duran, y también la mía se deshizo. Ocurrió en Olite, durante la visita que, formando parte de un grupo, realicé al castillo, insignia y orgullo de la localidad. La mujer que hacía de guía reclamaba de vez en cuando nuestra atención y nos contaba los detalles: “El castillo es del siglo XIV, y lo construyó uno de los reyes más importantes del reino, Carlos III. Había nacido en Francia, y no quiso que faltaran en su residencia faltaran los lujos y caprichos que había visto en su país. De ahí el jardín interior, o el recinto para pájaros exóticos”. Todos los del grupo mirábamos en silencio hacia los lugares que ella nos señalaba, y seguíamos adelante.
Subimos por unas escaleras de piedra, y alcanzamos las almenas de una torre. La guía nos instó entonces a mirar hacia una especie de socavón que quedaba fuera del castillo, en una zona sombría. Dijo que se trataba del frigorífico de Carlos III. “En invierno la llenaban de nieve, y ahí metían la carne y el pescado. Al parecer, el frío se mantenía durante todo el año”. Todos sacamos la cabeza para mirar mejor. No había allí chuletas o besugos congelados, sino zarzas y pedruscos. Nadie comentó nada, y yo tampoco.
“¡Mirad!”, gritó de pronto una persona del grupo. “¡Como en aquel anuncio de Fairy!”
Lo aclaro para los que no frecuentan la cocina o la fregadera: responde al nombre de Fairy un detergente líquido que “acaba con toda la grasa y deja la vajilla brillante”, muy popular en España gracias a un anuncio que mostraba una mesa muy larga con dos filas de platos blanquísimos. Aquello era, justamente, lo que en aquel momento estábamos viendo desde la almena. Una mesa muy larga con dos filas de platos blanquísimos. De ahí la asociación.
El grupo se animó al instante. Había estado a punto de ahogarse en las aguas del pasado, pero la boya –Fairy– les había rescatado dejándoles de nuevo en el presente, en la playa cotidiana. Alguien contó una anécdota, y a la anécdota le siguió un comentario sobre los males de la publicidad; al comentario, una discusión sobre las ganancias de la televisión y la crisis económica. Nadie parecía interesado en el frigorífico de Carlos III.
Es tontería pensar que podemos andar por el pasado como peces en el agua. Andamos, en todo caso, como corchos, y cualquier excusa sirve para la remontada hacia la superficie, que es el hoy, que es el presente.
B A
(Ara, 2011)