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Sobre la vejez

11-04-2016  ¦  Bernardo Atxaga

Leí una vez, siendo todavía estudiante de Bachilerato, una historia resumida de las principales religiones del mundo, y lo que más me llamó la atención fue lo que allí se decía sobre los motivos de la renuncia de Buda. “Vio a su alrededor la Enfermedad, la Muerte y la Vejez, y decidió retirarse para siempre a una montaña solitaria”.

Como muchos otros adolescentes de la época, yo era muy sensible a los actos ejemplares, de rompe y rasga, y durante un cierto tiempo consideré la posibilidad de dejarlo todo –los exámenes, los castigos por fumar en los urinarios, los partidos de fútbol del patio en los que, ¡ay!, siempre recibía un balonazo del futuro cancerbero Luis Arconada– para retirarme a cualquier rincón del Pirineo; pero, como escuché decir una vez a Rodríguez Adrados, la realidad “era importante”, de modo que mi vida siguió siendo más o menos igual hasta que, por fin, escampó y llegaron las vacaciones. Me fui entonces al Roncal, y anduve montaña arriba montaña abajo hasta que la realidad –el sol quemaba, las cuestas cansaban, la leche condensada aburría– volvió a recordarme su importancia y me hizo volver al cristiano hogar donde, en aquella primera televisión, me esperaban las actuaciones de los grupos del momento –Los Mustang, Los Sirex, Miky y los Tonys– y otros entretenimientos.

No obstante, quedó en mi memoria un rescoldo de lo que había leído sobre Buda, aunque lo que ahora me llamaba la atención no era la radicalidad de su renuncia, sino la referencia a la vejez. Podía aceptar que la Muerte o la Enfermedad le empujaran a la montaña solitaria; pero, ¿la Vejez? Veía reír a mi abuelo cuando los Sirex entonaban el “que se mueran los feos”. Veía también a un vecino ya jubilado que bajaba las escaleras silbando y que me decía: “No creo que el Sha de Persia viva mejor que nosotros”. De modo que no podía estar de acuerdo con Buda. De haber tenido el lenguaje de los adolescentes de ahora, habría dicho que Buda se había “pasado” con lo de la vejez.

Transcurrieron los años. Los Sirex y los Mustang dieron su concierto de despedida. Luis Arconada jugó su último partido con la Real Sociedad. El Sha de Persia fue expulsado de su país y todas sus amistades, incluidos Andy Warhol y demás superartistas americanos, se desentendieron de él. Mi vecino jubilado dejó de silbar y de acordarse del Sha. Mientras, la realidad iba dando sus respuestas. También sobre el tema que me había preocupado durante la adolescencia, la vejez.

Un día era una lectura de un cuento de Maupassant, en el que se retrataba a una vieille dame que mendigaba los besos que los niños se resistían a darle. Otro, la de una escena igual de triste, descrita esta vez por Baudelaire, en la que la vieille dame de turno caminaba por la calle abrazada a su barra de pan. O las películas como “Un hombre llamado caballo” o la “Balada de Narayama”, en las que se narra con crudeza la suerte que corrían los ancianos en épocas pretéritas. Todo indicaba que Buda tenía su razón, que quizás fuera lícito equiparar la vejez a lo más terrible.

“Al menos en el pasado”, me dije. Luego, un día, estando en un pueblo de Castilla, fui a pedir un despertador donde un vecino que, como las vieilles, vivía solo, y me encontré con una reacción inesperada. “¿No tienes despertador?”, me preguntó con cierto espanto. Volvió con un aparato enorme y, entregándomelo, dijo: “¡Cómprate un despertador, hombre! ¿No ves que hace mucha compañía?”. Pensé entonces que los tiempos no cambian tanto como parece y que los viejos de hoy están igual de solos que los de antes; tan solos que hasta el tic-tac de un reloj les reconforta.

Años después, conté la anécdota del despertador al hermano de un ensayista muy famoso de los años setenta y ochenta. “Pues, mejor solo que mal acompañado”, dijo, y me contó lo sucedido. “Yo veía que mi hermano tenía muchas visitas, gente bastante joven. Pensaba que eran lectores suyos, profesores que, sabiéndole enfermo, venían a hacerle compañía y a charlar con él. La sorpresa vino cuando murió y revisé sus papeles. Estaba suscrito a un sinfín de enciclopedias y colecciones de todo tipo. Un montón de dinero al mes”. Me vinieron a la memoria, una vez más, las tres razones de Buda. Al considerar la vejez, ¿habría tenido en cuenta los buitres que vigilan a las vieilles y a los vieux? Probablemente sí.

Pero la realidad no calla. No hay forma de cerrar los temas. Ciertas lecciones no tienen fin. Ayer mismo, me miré en el espejo y comprendí de pronto que los que pertenecemos a la quinta de los Mustang, los Sirex o Luis Arconada estamos perfectamente situados para entender del todo a Buda, y que, si pudiéramos, nos escaparíamos, no al Pirineo, sino a Shangri-La. Siendo imposible lo imposible, ya he decidido qué hacer: leeré “De senectute” de Cicerón, y luego el Fausto de Goethe. O al revés. Todavía no lo sé, porque, a partir de cierta edad, cuesta más despejar las dudas.

B A
(Ara, 2011)

 

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