Atentado en Madrid
No sé cómo vamos a volver a la vida normal de todos los días. Tras la matanza, todo parece trivial. No sólo los anuncios que se intercalan entre los diferentes declaraciones de los supervivientes o las noticias que en otro momento cualquiera parecerían necesarias; también las valoraciones políticas, las reflexiones, las imágenes literarias. Ante la monstruosidad, la única reacción que parece natural, humanamente comprensible, son las lágrimas, o una furia que no halla desahogo, que no se atempera ni con la más fuerte de las palabras. Resulta difícil pensar en algo que esté más allá de esas víctimas inocentes: lloramos por ellos, maldecimos a los asesinos. Y no pasamos de ahí. No podemos.
Ahora mismo, me cuesta seguir escribiendo. Necesito muchos minutos entre frase y frase. Enciendo la radio: las noticias son cada vez peores. No son ciento cuarenta y dos muertos, sino ciento setenta. Y seiscientos heridos. Me pregunto si habrá consuelo posible para todas esas familias de Madrid, de Guadalajara. Me viene a la memoria un poema que Maria Winne escribió después de la muerte de un ser querido: "No puedo soportar que la vida siga, que el sol brille como siempre...".
La radio suelta una noticia diferente a las que desde las ocho o nueve de la mañana vienen repitiéndose. Quizás no sea ETA la autora de la matanza. Puede que sea obra del terrorismo islámico. Como empujada por un resorte, salta de mi memoria el recuerdo de una reunión a la que acudí siendo un adolescente, hace casi cuarenta años. Un militante de la organización afirma que "la actuación del frente militar debe ser el último recurso" y que todo acto que entrañe violencia debe ser minuciosamente analizado desde el punto de vista moral. "Si se necesita un mes para saber si un atraco es verdaderamente necesario -dice- se discute durante todo ese mes". Me apoyo en el recuerdo y me digo que la noticia puede ser cierta. Quizás haya sido Al Quada. Llamo a un amigo que colabora en una revista y que sigue la política de cerca. "Es mucho salto -le digo- Da vértigo pensar que una organización que empezó con aquellos miramientos acabe matando trabajadores y estudiantes a mansalva". "Han pasado muchas cosas desde aquellas reuniones en las parroquias -responde mi amigo-. Acuérdate de Ortega Lara o de Miguel Angel Blanco". Luego comenta que se siente manchado. "Somos vascos -dice-, somos hijos o nietos de los que murieron en Guernica bajo las bombas nazis. No nos merecemos esta situación". Mi amigo está muy cansado, y yo también estoy muy cansado. Cuelgo el teléfono y enciendo la radio. Una superviviente del atentado intenta hablar de lo que ha visto, pero es incapaz de expresarse.
Cerca de mi casa, al otro lado de la ventana, juegan unos niños, ríen una y otra vez lanzándose las bolas que apresuradamente han hecho con la nieve que aún queda en las cunetas. Siento, al escucharlos, un deseo simple: que vivan en un mundo distinto. Que no haya en el País Vasco, cuando ellos sean mayores, una organización como ETA. Que no haya matanzas ni aquí ni fuera de aquí. Que los niños palestinos y los niños hebreos tengan también otro futuro. Pero el deseo no puede, en su simplicidad, volar lejos. Se viene abajo enseguida, igual que las lágrimas y la queja, igual que la palabra de ánimo o de consuelo. Lo único que parece tener alas y ser capaz de llegar a algún sitio es el deseo de venganza. Sólo cabe desear -deseo sobre deseo- que la venganza sea la misma que en tiempos antiguos se transmutó en justicia. Que se haga justicia. Es el primer valor, la base de todos los demás valores.